domingo, 24 de noviembre de 2013

Ruta al fin

-Cagamos.
 La simple palabra parecía sintetizar el momento y destino de ambos receptores. Cortó un silencio vil, aquel que surge desde dentro y ensordece el frágil entorno que nos envuelve cuando todo lo exterior se torna hostil. Pudo sentir el camino del aire escapando de sus pulmones, las finas gotas de transpiración que se deslizaban por su frente y daban un toque salado a los labios secos de la boca. Su vello erizado parecía albergar gran cantidad de estática.
 En ese momento el tiempo se detuvo, quizás porque la voz del emisor fue la caricia más dulce que jamás había escuchado el otro. Sintió una inmensa calma que destruyó el pánico reinante mientras saboreaba el sonido que por tantos años escuchó y ahora podría ser la última vez que lo fuese a hacer.
 Su respiración agitada comenzó a ceder lentamente, aminorando el ir y venir de su pecho exaltado, sofocado por un brazo de tela negro.
 Pestañeó. Sus ojos divisaron en esa eternidad un sinfín de imágenes con el niño (ahora hombre) que lo acompañaba en el punto cúlmine de su destino. Sonrió, qué orgullo sentía de saberse unido por ello al hombre que amaba como si fuese de su propia carne. Parecía un cuento, una historia de aquellas que leía de niño con admiración, inmerso en el hilo de palabras revueltas cual ovillo, en que caballeros y guerreros luchaban hasta el último de sus latidos con sus hermanos.
 Pensó en Aquiles y Patroclo cercando la ciudad de Troya; en Thor y Loki combatiendo contra los Jotuns y humanos maliciosos; Agamenón y Menelao comandando la hazaña más increíble de la literatura griega; y ahora él y su amigo, atrapados en ruta a su final inminente.
 De pronto todo se volvió irreal, escuchaba el roce suave, casi erótico, de la pluma con la hoja escribiendo lo que ocurría en su épica hora. Cambió el escenario, acto y escena: la prisión de metal por una de piedra y el aceite por el petróleo. Sintió su nombre junto al de su compañero rasgados con pulso firme en la escena.
 Los muros que rasguñaba sin orientación expedían un fuerte olor a combustible, mientras sentía ese calabozo enmarañado traquetear por la gigante criatura hecha por el barro y la irónica voluntad de sus víctimas. La correa de su carcaj abrazaba su pecho dándole coraje, si bien veía inútil su destreza en lucha de fuerza.
 Creyó ver un cíclope retratado en esa vaga sombra, acercándose agazapada mientras tomaba cada vez mayor tamaño, y lo borroso tomó vivos detalles al aceptarlo su mente. Era como se los había imaginado: Medía lo que dos personas juntas, y su vestimenta harapienta dejaba ver un cuerpo que, si bien era carnoso, poseía una musculatura fuerte. Su ojo inyectado en sangre asemejaba un faro, lo único que podría ser comparado co un ser humano. En uno de sus brazos llevaba una maza del tamaño de un toro, la cual arrastraba con la misma facilidad con que un niño lleva su bicicleta.
 El hijo de Poseidón rugió con mecánico chirriar, creando una sacudida intermitente que obligó al héroe a asirse fuertemente de la correa que latigueaba su pecho hacia atrás con terror. Su aliento expelía un hedor a neumáticos quemados y cables derretidos, como si sus entrañas fueran una hoguera ardiente.
 Era sólo una provocación, entre burla y desafío. Su orgullo se vio puesto a prueba, por lo que tomó su escudo y lo sacudió con fuerza. Una mano amiga tomó el escudo con fuerza y lo mantuvo firme: no debía perder la sangre fría.
-Frená.
 Sin embargo, la voz ya la escuchó lejana, sólo acarició su mente sin darle tiempo a procesarlo. Sujetando con fuerza su lanza de guerra se lanzó sobre la bestia aturdiendo sus propios oídos con un grito de guerra, sabiendo que jamás podría vencerla, que aunque quisiera no podría detenerse en su última hazaña y que anhelaba esa muerte, digna de mención para las siguientes generaciones, las cuales representarían en infantil juego su aventura. Prefería el frío calabozo al hirviente metal, el olor de las antorchas al de neumáticos quemados, sus párpados antes del parabrisas.

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