Caí de bruces, sintiendo el ligero ardor que surgía de mis manos raspadas. Mis ojos irritados por la tierra liberaban con cautela lágrimas que bien podrían ser del espanto. El choque entre el cuerpo y la frondosa espesura pareció reactivar mis neuronas, al punto de creer que lo demás, lo anterior al impacto era irreal, acaso en igual medida que el terror invasor, tan irreal como un sueño o una alucinación pero que igual está ahí, desafiando los sentidos y a quien los experimenta.
La tierra rellenó el espacio entre uña y carne al levantarme tambaleante, con un fuerte impulso de mis manos, y pronto ésta se mezcló con la sangre a su empuje. Antes de recordar siquiera quién era, a mi memoria llegó una acción: Escapar. Mi energía nerviosa me obligó a correr de aquello desconocido que me perseguía, quien cada vez se hallaba más cerca por la presión del ambiente. Los árboles murmuraban a mis espaldas, entrelazándose para ocultar de mi vista a la pálida luna que nada por mí podía hacer más que observar silenciosa mi huída. Oí mi nombre, mas no supe de dónde provenía. Mi respiración se encontraba demasiado agitada como para gritar.
El sendero se volvía irregular, entre bifurcadas y caminos paralelos. Desde lo alto debía ser una vista magnífica, un laberinto natural con algo en él que no lograba encajar, no me dejaba tranquilo.
De pronto comencé a sentir finos cortes. Las espinas se clavaban profundamente en mí cual agujas, aunque no sentía el fluír de la sangre. Maldije el estar ahí y mi suerte, si bien una nube se cernía sobre mí cuando intentaba recordar antes del golpe.
Dejé de oír mi respiración agitada, el sonido del viento llamaba a mi oído con la misma delicadez que un ariete a una empalizada. Mis tímpanos cedieron a la presión y pronto sólo hubo un pitido, similar a un lejano grito desgarrador. Sombras se movían a mi alrededor, pero algo más siniestro paralizaba mi corazón, haciendo caso omiso a las huestes que fluían del bosque mismo. Ya no podía oír, por lo que sentí la necesidad de voltearme sin frenar. Varias veces las raíces tomaron mis tobillos en cómplice alianza con el ente, siendo el único resultado torceduras y quemaduras.
La ropa comenzaba a pesarme con el sudor y el barro. Era curioso, pues creía que los cortes deberían haberla arrancado. Toqué mi hombro sólo para sentir el horror de saber que los trastos sobrantes eran parte de mi carne. Dudé por un instante pero luego supe que era necesario aligerarme, y no sin cierto remordimiento decidí desprenderme de aquella carga extra.
No sabía cuánto tiempo llevaba en mi huída; sentí que ya no existían los minutos pues nada podría marcarlos. Al no poder comprenderlo ya no existía; tan sólo había espacio, el mismo que parecía comprimirse cada vez más sobre mi camino, siendo el salirme de la huella la posibilidad de caer en la nada.
El suelo retumbaba, la proximidad con mi destino encarnado en Eso aligeraba su marcha de caza, esperando el momento para tomar impulso y lanzarse. Mis pies sentían caminar sobre un tambor, un tambor bajo mis pies descalzos que continuaban corriendo sobre arbustos y espinas con decisión. Divisé mi salvación a lo lejos: un pequeño alambrado que despertó mi memoria, un recuerdo de haberlo cruzado mucho antes de caer.
A tientas (pues poco divisaba con mis ojos hinchados) logré salir de la red de plantas que daban fin al bosque; la cosa respiró sobre mi nuca quemando mis fosas nasales con su hedor putrefacto. Mi cabellera respondió al aire hirviendo chamuscándose en pocos segundos.
Salté el cerco y caí libre de mi miedo. Me vi levantarme y comenzar a caminar sin ninguna herida, tranquilo y en paz. Me vi, atónito y maravillado, alejarme de mí mismo mientras aún continuaba atrapado en los alambres, retenido por una fuerza externa. La realidad era clara, si bien yo no formaba parte de ella. No me moví en absoluto. Algo me tomó por el tobillo.
Un cable a tierra, una forma de drenar pensamientos y sentimientos del alma. Poemas de mi autoría, excepto algunas entradas
domingo, 24 de noviembre de 2013
Ruta al fin
-Cagamos.
La simple palabra parecía sintetizar el momento y destino de ambos receptores. Cortó un silencio vil, aquel que surge desde dentro y ensordece el frágil entorno que nos envuelve cuando todo lo exterior se torna hostil. Pudo sentir el camino del aire escapando de sus pulmones, las finas gotas de transpiración que se deslizaban por su frente y daban un toque salado a los labios secos de la boca. Su vello erizado parecía albergar gran cantidad de estática.
En ese momento el tiempo se detuvo, quizás porque la voz del emisor fue la caricia más dulce que jamás había escuchado el otro. Sintió una inmensa calma que destruyó el pánico reinante mientras saboreaba el sonido que por tantos años escuchó y ahora podría ser la última vez que lo fuese a hacer.
Su respiración agitada comenzó a ceder lentamente, aminorando el ir y venir de su pecho exaltado, sofocado por un brazo de tela negro.
Pestañeó. Sus ojos divisaron en esa eternidad un sinfín de imágenes con el niño (ahora hombre) que lo acompañaba en el punto cúlmine de su destino. Sonrió, qué orgullo sentía de saberse unido por ello al hombre que amaba como si fuese de su propia carne. Parecía un cuento, una historia de aquellas que leía de niño con admiración, inmerso en el hilo de palabras revueltas cual ovillo, en que caballeros y guerreros luchaban hasta el último de sus latidos con sus hermanos.
Pensó en Aquiles y Patroclo cercando la ciudad de Troya; en Thor y Loki combatiendo contra los Jotuns y humanos maliciosos; Agamenón y Menelao comandando la hazaña más increíble de la literatura griega; y ahora él y su amigo, atrapados en ruta a su final inminente.
De pronto todo se volvió irreal, escuchaba el roce suave, casi erótico, de la pluma con la hoja escribiendo lo que ocurría en su épica hora. Cambió el escenario, acto y escena: la prisión de metal por una de piedra y el aceite por el petróleo. Sintió su nombre junto al de su compañero rasgados con pulso firme en la escena.
Los muros que rasguñaba sin orientación expedían un fuerte olor a combustible, mientras sentía ese calabozo enmarañado traquetear por la gigante criatura hecha por el barro y la irónica voluntad de sus víctimas. La correa de su carcaj abrazaba su pecho dándole coraje, si bien veía inútil su destreza en lucha de fuerza.
Creyó ver un cíclope retratado en esa vaga sombra, acercándose agazapada mientras tomaba cada vez mayor tamaño, y lo borroso tomó vivos detalles al aceptarlo su mente. Era como se los había imaginado: Medía lo que dos personas juntas, y su vestimenta harapienta dejaba ver un cuerpo que, si bien era carnoso, poseía una musculatura fuerte. Su ojo inyectado en sangre asemejaba un faro, lo único que podría ser comparado co un ser humano. En uno de sus brazos llevaba una maza del tamaño de un toro, la cual arrastraba con la misma facilidad con que un niño lleva su bicicleta.
El hijo de Poseidón rugió con mecánico chirriar, creando una sacudida intermitente que obligó al héroe a asirse fuertemente de la correa que latigueaba su pecho hacia atrás con terror. Su aliento expelía un hedor a neumáticos quemados y cables derretidos, como si sus entrañas fueran una hoguera ardiente.
Era sólo una provocación, entre burla y desafío. Su orgullo se vio puesto a prueba, por lo que tomó su escudo y lo sacudió con fuerza. Una mano amiga tomó el escudo con fuerza y lo mantuvo firme: no debía perder la sangre fría.
-Frená.
Sin embargo, la voz ya la escuchó lejana, sólo acarició su mente sin darle tiempo a procesarlo. Sujetando con fuerza su lanza de guerra se lanzó sobre la bestia aturdiendo sus propios oídos con un grito de guerra, sabiendo que jamás podría vencerla, que aunque quisiera no podría detenerse en su última hazaña y que anhelaba esa muerte, digna de mención para las siguientes generaciones, las cuales representarían en infantil juego su aventura. Prefería el frío calabozo al hirviente metal, el olor de las antorchas al de neumáticos quemados, sus párpados antes del parabrisas.
La simple palabra parecía sintetizar el momento y destino de ambos receptores. Cortó un silencio vil, aquel que surge desde dentro y ensordece el frágil entorno que nos envuelve cuando todo lo exterior se torna hostil. Pudo sentir el camino del aire escapando de sus pulmones, las finas gotas de transpiración que se deslizaban por su frente y daban un toque salado a los labios secos de la boca. Su vello erizado parecía albergar gran cantidad de estática.
En ese momento el tiempo se detuvo, quizás porque la voz del emisor fue la caricia más dulce que jamás había escuchado el otro. Sintió una inmensa calma que destruyó el pánico reinante mientras saboreaba el sonido que por tantos años escuchó y ahora podría ser la última vez que lo fuese a hacer.
Su respiración agitada comenzó a ceder lentamente, aminorando el ir y venir de su pecho exaltado, sofocado por un brazo de tela negro.
Pestañeó. Sus ojos divisaron en esa eternidad un sinfín de imágenes con el niño (ahora hombre) que lo acompañaba en el punto cúlmine de su destino. Sonrió, qué orgullo sentía de saberse unido por ello al hombre que amaba como si fuese de su propia carne. Parecía un cuento, una historia de aquellas que leía de niño con admiración, inmerso en el hilo de palabras revueltas cual ovillo, en que caballeros y guerreros luchaban hasta el último de sus latidos con sus hermanos.
Pensó en Aquiles y Patroclo cercando la ciudad de Troya; en Thor y Loki combatiendo contra los Jotuns y humanos maliciosos; Agamenón y Menelao comandando la hazaña más increíble de la literatura griega; y ahora él y su amigo, atrapados en ruta a su final inminente.
De pronto todo se volvió irreal, escuchaba el roce suave, casi erótico, de la pluma con la hoja escribiendo lo que ocurría en su épica hora. Cambió el escenario, acto y escena: la prisión de metal por una de piedra y el aceite por el petróleo. Sintió su nombre junto al de su compañero rasgados con pulso firme en la escena.
Los muros que rasguñaba sin orientación expedían un fuerte olor a combustible, mientras sentía ese calabozo enmarañado traquetear por la gigante criatura hecha por el barro y la irónica voluntad de sus víctimas. La correa de su carcaj abrazaba su pecho dándole coraje, si bien veía inútil su destreza en lucha de fuerza.
Creyó ver un cíclope retratado en esa vaga sombra, acercándose agazapada mientras tomaba cada vez mayor tamaño, y lo borroso tomó vivos detalles al aceptarlo su mente. Era como se los había imaginado: Medía lo que dos personas juntas, y su vestimenta harapienta dejaba ver un cuerpo que, si bien era carnoso, poseía una musculatura fuerte. Su ojo inyectado en sangre asemejaba un faro, lo único que podría ser comparado co un ser humano. En uno de sus brazos llevaba una maza del tamaño de un toro, la cual arrastraba con la misma facilidad con que un niño lleva su bicicleta.
El hijo de Poseidón rugió con mecánico chirriar, creando una sacudida intermitente que obligó al héroe a asirse fuertemente de la correa que latigueaba su pecho hacia atrás con terror. Su aliento expelía un hedor a neumáticos quemados y cables derretidos, como si sus entrañas fueran una hoguera ardiente.
Era sólo una provocación, entre burla y desafío. Su orgullo se vio puesto a prueba, por lo que tomó su escudo y lo sacudió con fuerza. Una mano amiga tomó el escudo con fuerza y lo mantuvo firme: no debía perder la sangre fría.
-Frená.
Sin embargo, la voz ya la escuchó lejana, sólo acarició su mente sin darle tiempo a procesarlo. Sujetando con fuerza su lanza de guerra se lanzó sobre la bestia aturdiendo sus propios oídos con un grito de guerra, sabiendo que jamás podría vencerla, que aunque quisiera no podría detenerse en su última hazaña y que anhelaba esa muerte, digna de mención para las siguientes generaciones, las cuales representarían en infantil juego su aventura. Prefería el frío calabozo al hirviente metal, el olor de las antorchas al de neumáticos quemados, sus párpados antes del parabrisas.
Oda ante la huída
Tómate un tiempo querida
escucha mi lastimera propuesta
Niégalo y tu último regalo sería
dejarme un vacío sin respuestas
Dime qué siente tu pecho
que a tus pies impulsan huír
Dime si mal te he hecho
Perdóname, no sé sonreír
De ser la mente una balanza
donde amor y patria se midan
con hondo dolor aceptaría
de liviano, la batalla perdida
No respiraré hasta que suspires
Lloraré si piantas un lagrimón
libre te dejaré al decir que eres mía
Siempre el poeta eclipsa al actor
Quisiera ser imán y no ancla
El perfume y no el color
Quisiera sólo mezclar dos tierras
y formar un nido para los dos
Arráncame del pecho lo tuyo
Tómalo mientras aún pueda latir
Llévate mis ojos, te lo pido
¡Oh!, no me obligues a verte partir
Ante la herida abierta
me tratas cual sal lanzada
Abre tu corazón amada
he venido a ser la venda
Y es que en ti mi hogar fundé
Encendiste en mí una antorcha
Lejos, en tierras de Aquelarre
Tinieblas, sombras y escarcha
Mido mis palabras cauteloso
o podrías con mi aliento volar
Repliega tus alas te lo ruego
Gorgojea conmigo un rato más
Los vientos soplan muy fuerte
Puedes anidar en mis brazos
Las dudas pueblan tu mente
Mírame, no les hagas caso
Si amarte fue sólo un pecado
y mi condena, tu vil escape
En cárcel de carne enjaulado,
Nostalgia, no-olvido y muerte.
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